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¡Hola! Me llamo Russell, y tengo veinte años. ¿No es así como empieza cada una de estas historias? Y después se quejan de lo terribles que son sus vidas, bla, bla, bla. Bueno, comenzaré mi relato de otra manera: todo está bien en mi vida; o, al menos, prefiero verlo de esa manera. No me gusta que los demás piensen que me quejo todo el tiempo.
Mi historia comienza con una muerte, como muchas otras. Cuando tenía siete años, mi abuelo materno falleció. Pero eso no trajo demasiada tristeza: a decir verdad, era un hombre bastante malvado. ¡Aunque también era muy rico! Ni siquiera lo conocí, se rehusaba a hablar con su hija o a conocer a su nieto, así que puedo contar esto con un poco de… optimismo.
Mi mamá hablaba muy poco de su padre. Solo sé que, en cuanto él tuvo la oportunidad, envió a su hija a una escuela privada en alguna parte de los Alpes suizos. Se suponía que esa escuela la transformaría en una “hermosa dama de la nobleza”, pero la transformación falló. Lo único que mamá aprendió en todos esos años fue a no tener ninguuuna duda de su origen europeo.
Eso no evitó que aprovechara la oportunidad de casarse con el primer sujeto que se cruzó en su camino. Y, casualmente, ese sujeto resultó ser mi padre. A mi abuelo no le entusiasmaba para nada la idea de tener a un leñador como yerno… Y no, no exageraba, mi papá realmente trabajó toda la vida como leñador. Así que mamá no tuvo la bendición del abuelo antes de casarse. Y, como resultado, pasó la mayor parte de su vida de casada sin ver un solo centavo de los bolsillos de mi abuelo.
Por todo eso, mi infancia fue bastante buena, pero estuvo marcada por la pobreza. Papá trabajaba muy duro para mantener a su familia, y mamá se quedaba en casa y me criaba. A partir de los veinticinco años, comenzó a sufrir una enfermedad crónica y hereditaria en las articulaciones. La artritis ni siquiera le permitía encargarse de los quehaceres, pero de alguna forma lograba lidiar con ella. Tampoco le permitía conseguir trabajo. Eventualmente, mi abuelo murió, y todo lo que tenía pasó a ser de mi mamá. Creo que ella nunca había contado con eso.
Se quedó con todo: la casa del abuelo, su empresa y los ahorros del banco. En cuanto se concretó legalmente la herencia, vendió todo lo que podría venderse y… nos abandonó. Tengo buenas razones para creer que, además de las malas articulaciones, el abuelo tambi
¡Hola! Me llamo Russell, y tengo veinte años. ¿No es así como empieza cada una de estas historias? Y después se quejan de lo terribles que son sus vidas, bla, bla, bla. Bueno, comenzaré mi relato de otra manera: todo está bien en mi vida; o, al menos, prefiero verlo de esa manera. No me gusta que los demás piensen que me quejo todo el tiempo.
Mi historia comienza con una muerte, como muchas otras. Cuando tenía siete años, mi abuelo materno falleció. Pero eso no trajo demasiada tristeza: a decir verdad, era un hombre bastante malvado. ¡Aunque también era muy rico! Ni siquiera lo conocí, se rehusaba a hablar con su hija o a conocer a su nieto, así que puedo contar esto con un poco de… optimismo.
Mi mamá hablaba muy poco de su padre. Solo sé que, en cuanto él tuvo la oportunidad, envió a su hija a una escuela privada en alguna parte de los Alpes suizos. Se suponía que esa escuela la transformaría en una “hermosa dama de la nobleza”, pero la transformación falló. Lo único que mamá aprendió en todos esos años fue a no tener ninguuuna duda de su origen europeo.
Eso no evitó que aprovechara la oportunidad de casarse con el primer sujeto que se cruzó en su camino. Y, casualmente, ese sujeto resultó ser mi padre. A mi abuelo no le entusiasmaba para nada la idea de tener a un leñador como yerno… Y no, no exageraba, mi papá realmente trabajó toda la vida como leñador. Así que mamá no tuvo la bendición del abuelo antes de casarse. Y, como resultado, pasó la mayor parte de su vida de casada sin ver un solo centavo de los bolsillos de mi abuelo.
Por todo eso, mi infancia fue bastante buena, pero estuvo marcada por la pobreza. Papá trabajaba muy duro para mantener a su familia, y mamá se quedaba en casa y me criaba. A partir de los veinticinco años, comenzó a sufrir una enfermedad crónica y hereditaria en las articulaciones. La artritis ni siquiera le permitía encargarse de los quehaceres, pero de alguna forma lograba lidiar con ella. Tampoco le permitía conseguir trabajo. Eventualmente, mi abuelo murió, y todo lo que tenía pasó a ser de mi mamá. Creo que ella nunca había contado con eso.
Se quedó con todo: la casa del abuelo, su empresa y los ahorros del banco. En cuanto se concretó legalmente la herencia, vendió todo lo que podría venderse y… nos abandonó. Tengo buenas razones para creer que, además de las malas articulaciones, el abuelo tambi
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