Llegó desde los Altos Jalisco, con una maleta repleta de sueños, retos, ilusiones, con hambre de glorias, y lo que pensó sería una historia de dos años, se ensanchó hasta los 40, y siempre teniendo a la Arena México como el escenario de sus triunfos sonantes y rimbombantes, varios, por cierto. El recinto enclavado en la Colonia Doctores de la gran capital, el que apunta como referente del pancracio en todo el globo, en esa ruta de cuatro décadas se convirtió en el hogar alterno de Atlantis, porque cuando no está en casa, se la pasa precisamente aquí, entrenando, luchando, en eventos, en tertulias. Pero aquel estreno, aquella su primera vez en La Catedral, por supuesto fue con comedero de uñas y tronadera de dedos, como signo inequívoco de sensaciones extrañas, y no era para menos. Después del remojo y de convertirse en uno de los dueños del coso citadino, le tocó la prueba para abrir boca, hablando de exponer algo más que el orgullo, porque en este de tipo de contiendas hay de dos, o te catapulta el triunfo, o incluso la derrota, o de plano una batalla del tipo, con descalabro, podría resultar en enterradora de carreras. En su lista de víctimas, de oponentes a los que despojó de su preciada tapa, como Villano III, La Sombra, Mano Negra, Kung Fu, Talismán, Tierra Viento y Fuego, por mencionar algunos, a todos les da su justo valor, porque las rivalidades derivaron en pleitos que se convirtieron en clásicos. Los gladiadores, sin importar banderas, nacionalidad o bando, normalmente enlistan entre sus objetivos llegar a la México, porque apunta como el escenario por excelencia del deporte de los costalazos. Como un esteta de la escuela romántica, de los de mejor hechura, y que aún mantienen esas raíces, con la inventiva a flor de piel, creó y perfeccionó La Atlántida, la llave de sus grandes triunfos, el castigo especial y que le permitió quitarles las capuchas a contrincantes de los más importantes del circuito.
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